Mis padres se empeñaron en que mi nacimiento se produjera necesariamente en Pastriz (Zaragoza). Y el día de la celebración religiosa de Viernes Santo, a las 20 horas, mi bendita madre se puso de parto. 

 

Ya no había marcha atrás augurándose una cercana concepción de Concepción, aunque todo el mundo la llamaba Concha.

 

Pasaron las horas y el sábado iba aproximándose inexorablemente provocando una impaciencia injustificada en mi padre que no dejaba de mirar su reloj Titan. 

 

Mi madre empezó a realizar supremos esfuerzos para arrancarme de su vientre. Empezaba a agotarse cuando quienes ocupaban la habitación comenzaron a animarla, entre otras cosas porque entendían que un servidor no podía quedarse encerrado allí toda la vida.

 

A las 23,50 vine a asomar mi cabezota al mundo, tras la que se adhirió un cuerpecito absolutamente rollizo y extremadamente pesado a juzgar por la expresión de Don Joaquín cuando consiguió sacarme por completo del lugar en el que tan cómodamente me había ido criando durante nueve meses.  

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Mi padre se abalanzó al doctor lleno de una alegría desenfrenada agradeciéndole su intervención para que naciera el Viernes Santo, porque según se aseguraba quienes saltaban al mundo durante ese celebrado día, tenían una gracia especial.

 

Mucho debí defraudarlo durante toda su existencia porque lo único que pudo intuir de aquella "gracia" fue que tenía habilidad para llevar a buen puerto cualquier cosa que emprendiera, pero como siempre se trataba de cuestiones superfluas y de escaso valor pronto salieron las voces críticas con frasecitas como: "eres como el ungüento amarillo: para todo sirves y para nada aprovechas".